La “Cólera” en los Tiempos del Amor
Nos sentaron en círculo, en medio de aquella charla, para que como padres compartiéramos algunas ideas sobre los conflictos que enfrentamos con nuestros adolescentes. Escuché con atención como mis compañeros de dinámica expresaban con temor y frustración su incapacidad de motivar, comunicarse, en fin, llegarles a sus hijos. Cuando me tocó hablar, supe que el tiempo era demasiado corto para despertar una posible polémica y me limité a expresar que las cosas no tienen que ser así.
Quizás miramos el mundo, las noticias, las realidades de nuestra sociedad, y pensamos que ese estado de “ser”, esa realidad, es imposible de cambiar. Me hace recordar aquel proverbio que habla de que es más fácil cambiarse los zapatos que alfombrar toda la tierra. En algún momento decidí, para gloria de Dios, comenzar con lo más fácil (o lo más difícil), cambiar yo.
Algo que, en mi posición de arquitecta convertida en educadora, ha dado un giro radical a través de los años, ha sido mi manera de ver y comprender la adolescencia. Convivo diariamente con 100 adolescentes entre los doce y los dieciocho años de edad. En esta pequeña muestra de universo hay paz y un sentido intenso de pertenencia. Desde que inició el año escolar, como directora de bachillerato, no he alzado la voz ni una sola vez. He tenido largas conversaciones, he recibido innumerables abrazos y he aprendido cada día, muchas cosas nuevas.
Hay tres palabras que resumen una filosofía que se parece más a una receta sobre cómo un adolescente puede ser él mismo, dar lo mejor de sí y ser feliz junto a los que lo rodean mientras atraviesa lo que algunos psicólogos se atreven a definir como una especie de “patología” temporal que suele desarticular la dinámica de cualquier familia. Esas tres palabras son: creer, ser y pertenecer. Esto es lo que mis alumnos y la experiencia de estos años me enseñaron.
La adolescencia involucra una crisis de identidad, el niño que dejó de ser y el adulto que no es aún convergen y buscan desesperadamente definir quién es ese nuevo ser. Su identidad no es un misterio para el niño que ha recibido desde temprano, en esas horas innumerables de permanencia tanto en el colegio como en su casa, la educación en la fe. La fe vivencial permite que el niño crezca sabiendo claramente su valor intrínseco, su extraordinaria dignidad como criatura que es imagen de su Creador.
Es una necesidad natural de cada ser humano, reconocerse y comprender que es aceptado. Compartir la fe con los adultos de su vida, desde su más temprana edad, da un lenguaje común y establece una relación sana y profunda de ese ser humano con sí mismo y con los demás. No habría sabido comunicarme efectivamente con ellos, sin haber creído, primero yo, todo esto, y reverenciado a Dios en cada pequeño suyo. El adolescente necesita auto retarse, estar en un ambiente de exigencia sin imposición donde desde la lógica se le inspire a lograr la excelencia en cada aspecto de su vida. Es el mayor halago que se le puede dar, acompañarlo en esa aventura de alcanzar su potencial. Son seres de un profundo pensamiento crítico, que necesitan ser escuchados y validados en sus opiniones, que demandan ser respetados para respetar, y exigen que se les modele cualquier virtud que se espere de ellos. Ansían sentirse libres de tomar decisiones acertadas y son capaces de entender que por mucho amor que se les tenga, no es posible desvincularlos de las consecuencias de cualquier acción que vaya en detrimento de ellos mismos o de sus compañeros.
El adolescente es un ser naturalmente social, que busca ser acogido y recibido en una comunidad, ser parte de un ambiente emocionalmente sano, de un grupo humano donde sea reconocido por quien verdaderamente es y al cual pertenece y aporta desde su individualidad. Esto le proporciona la seguridad de irse conociendo a sí mismo y superando sus limitaciones, mientras desarrolla el discernimiento necesario para distinguir cómo actuar en función de quién es. La propuesta de alcanzar ideales altos y de descubrir el gozo de servir, de salirse del materialismo y las dependencias que lo privan de su alegría, resuena en su interior como la más auténtica verdad.
No hay mucha diferencia entre los anhelos de un adolescente y de sus padres, en definitiva es la búsqueda de la felicidad plena. En el medio de las distancias que se crean cuando un lado u otro tratan de imponerse, hay un hermoso espacio donde Dios hace posible la comunicación. No podemos dejar fuera ninguna de estas constantes, porque la ecuación sencillamente no da.
En definitiva, la adolescencia es una aventura y no una guerra civil, es un espacio creativo que no necesita de gritos o crisis para desarrollarse. Es una lección que he aprendido de la mano de seres que amo con todo mi ser, y que me inspiran cada día a descubrirme como una adolescente disfrazada de adulto que es auténticamente feliz.
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